Acceder a la densidad ideológica de ciertos personajes históricos requiere, con frecuencia, atravesar ciertos mitos: los que encarnan las personas en cuestión y los que construyen sus antagonistas. El mito es, como tal, un enigma, refractario al análisis lógico y racional, incompatible con las ideas de construcción metódica. En el caso puntual de la figura que nos interesa, muchos de esos mitos tuvieron su origen en las obras de investigadores extranjeros que, luego de establecer tal o cual aspecto concreto del fenómeno peronista, se rindieron ante las dificultades de abordar una ideología que no se calificó a sí misma como tal. Juan Domingo Perón brota en sinergia con un momento nacional. Así, para rastrear sus ideas, es bueno consignar el panorama: hay una guerra donde los aliados han puesto en retroceso a las fuerzas del Eje, una Argentina relativamente próspera que lleva sin embargo, diez años de gobiernos fraudulentos, una frustración generalizada y un sector militar con inquietudes nuevas. De ese paisaje emerge el golpe militar del 4 de junio 1943 encabezado por los generales Arturo Rawson, Pedro Pablo Ramírez y Edelmiro Farrell. De ese golpe, a su vez, emerge el líder que interesa a estas páginas tanto como las influencias e ideas por él recibidas, procesadas, materializadas.
La revolución del 43 tuvo la acogida mayoritaria de las organizaciones políticas y sociales argentinas. A excepción del Partido Comunista y el reducido sector conservador que rodeaba al derrocado presidente Castillo, buena parte de la sociedad coincidió en identificar al pasado, e impersonalmente a sus responsables, como “Década infame”.
Aunque nadie sabía qué se proponía hacer el gobierno entrante, el poder del anterior estaba tan desgastado que no opuso resistencia a quienes lo desplazaron. El malestar para con “el Régimen”, de neto corte conservador, había llegado hasta ese grado en donde flota la percepción de que cualquier gobierno será mejor que el que está. Sin embargo, transcurrido el tiempo, el tridente de generales no seduce ni satisface las expectativas.
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Aun cuando el nuevo poder dé señales contradictorias, el cheque en blanco sigue extendido y la expectativa se mantiene. A su vez, al interior de las segundas líneas de quienes protagonizaron la llamada “Revolución del 43”, laten referentes de una oficialidad distinta, entre otros, ese coronel que alberga, además de voluntad de poder, ideas adquiridas en el extranjero, en conversaciones, en libros, en experiencias. Así, en medio de un elenco gubernamental bastante gris, brilla aquella figura por el grado de su exposición, por su don de la palabra y su habilidad política innata. Las expectativas puestas, los sueños colectivos, se proyectan entonces sobre el personaje en cuestión. Cada quien esperará secretamente ver sus sueños realizados en él, que éste los rescate de la postergación. Esa es la coyuntura histórica nacional que da marco al ingreso de Perón en escena.
Tal proyección de sueños ajenos fue una constante en el ascenso al poder del gran líder de masas argentino. A veces en simultaneidad y a veces en sucesión, prácticamente todas las representaciones sociales, económicas y políticas argentinas depositaron en él sus frustradas idealizaciones acerca de qué querían para la sociedad en general. Los viejos dirigentes desconfiaron, pero hombres del Ejército, de la Iglesia, empresarios, sindicalistas, radicales, socialistas, reaccionarios y revolucionarios, todos apostaron, por un momento o para siempre, a que sus sueños se materializaran a través de Perón.
Lo que acaso no contemplaron los miembros de aquellos sectores e individuos que proyectaron en Perón sus sueños, fue el hecho de que él pudiera tener sueños propios respecto del poder y de su ejercicio. Como con el tiempo se evidenciaría, sus sueños eran, en gran medida, una original síntesis de los deseos colectivos “anónimos, pero omnipresentes”, que circulaban en la Argentina de la primera mitad del siglo XX; por usar una expresión de William Faulkner, lo que hace Perón es “crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes”.
Aquello fue el peronismo, cuyo ideario se constituye con elementos conceptuales muy variados que Perón “saquea”, sin mayores pruritos de sus fuentes originales: había ya mostrado desde joven una relación desenfadada con las ideas: las veía como una suerte de patrimonio universal, que no podían sino estar a disposición de quien supiera aprovecharlas. En el mismo sentido, era poco adepto a la convención de la cita formal, a no ser que quisiera apoyarse en el prestigio del emisor (justificando, por ejemplo, su política social en encíclicas papales). Rescata ideas católicas, nacionalistas, socialistas, radicales, sindicalistas y hasta fascistas y comunistas logrando hacerlas convivir en función de sus objetivos. Cuando le conviene, Perón preserva el lenguaje con el que aquellas ideas fueron enunciadas, y en un momento posterior, cuando las amalgama de modo que le resultan productivas para sus fines propios, las hace recircular ya bajo la terminología característica del peronismo.
No es de sorprender, en función de lo expresado más arriba, el reclamo de la propiedad intelectual respecto de las ideas implementadas por el peronismo. En su momento, plantearon dicha “usurpación”, sectores políticos tan disímiles como los nacionalistas, los católicos y los socialistas. “Perón usa nuestras ideas”, decían los atribulados autores. Lo que Perón hacía era incorporarlas a un mismo ideario y ponerlas “en la mayoría de los casos por primera vez”, en práctica. Busca aplicar la idea más que ser su pasivo dueño, porque entiende que es tiempo de “crear” esas ideas en el sentido de hacerlas propias del colectivo nacional. Tal como había deseado una década antes la voz profética de Raúl Scalabrini Ortiz: “Éstas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Hora de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de Biblias y no de orfebrerías”.
Desde luego, Perón no llega a construir nada parecido al gran relato bíblico sino, acaso, un catecismo. Pero cada mandato que lo compone “apotegma, dirá él, o más llanamente Verdades”, se respalda y fundamenta en una justificación racional con la misma solidez con que habrá de instalarse en una realidad más concreta que ideal.
Al poner en práctica ideas de otros con una contextualización propia, lo que hizo Perón fue darles vida. Es decir, transformó aquellos postulados o potenciales procedimientos en acción pura. En consecuencia con esa realidad, este libro procura ir a la búsqueda de las fuentes de un ideario en el que la concepción vale, encuentra su justificación, en la acción.
Perón en la teoría y en la práctica
Resulta en parte lógico que para Perón el ideal mismo se constituya en la obra, pues en eso lo habían instruido, bajo esa dialéctica había hecho él mismo su educación formal: en el Colegio Militar o en la Escuela Superior de Guerra, por la mecánica pedagógica que les es inherente a esos institutos, siempre se está combinando teoría y práctica. Abocado por años a la docencia de teoría e historia militar, su análisis más importante sobre el tema resultaron ser sus Apuntes, elaborados pensando en el momento activo subsiguiente: el dictado del curso de la materia.
Desde su juventud, Perón es un hombre sin tiempo libre. Hasta cuando parece estar distrayéndose, está entrenando. Si practica esgrima o boxeo, lo hace porque son disciplinas para el combate, y si se trata de otro deporte, el objetivo principal es mantener una buena condición física. Lo mismo corre en lo relativo al entrenamiento intelectual: fue siempre un lector tenaz. De hecho, este trabajo se nutre medularmente de la información proveniente de esas lecturas. A tono con el sentido funcional de sus movimientos, los volúmenes sobrevivientes de su biblioteca “generalmente subrayados y comentados al margen”, refieren a su profesión militar, a las técnicas de muy diversas artes y profesiones productivas, y “por supuesto”, a la construcción social; para su bien o para su desgracia, entre sus libros no hay poesía ni ficciones.
Aun cuando el propio Perón sostendrá que la vocación por lo practicable no necesariamente se opone a la teorización, elegirá en sus argumentos caracterizar a la teoría con cierta connotación peyorativa como “parte inerte”, del proceso transformador. En este aspecto, puede ser medido según sus propias reglas, como aquella legendaria que postula “mejor que decir es hacer”. La frase, en definitiva, es coherente con su obra: Perón no hizo teoría, más allá de algunas especulaciones acerca de los alcances y contenidos más abstractos de su Tercera Posición.
Así, no es teoría lo que pretenden divulgar estas páginas mediante el estudio de las fuentes que abordan, pero sí, en cambio, exponer una sólida y extensa base doctrinaria. No hubo demasiado interés de parte de los investigadores por bucear en ese mundo doctrinal; las doctrinas, se sabe, son directamente instrumentales, y por ello tal vez se ha preferido estudiar el efecto de su decantación en la vida social. Existe también el prejuicio de la doctrina como un concepto esencialmente militar. Sin embargo, al menos otra institución de singular importancia para la cultura argentina es igualmente doctrinaria: la Iglesia Católica. Podría decirse que la mayoría de las organizaciones sociales y políticas son, en la práctica, doctrinarias; esto es todavía más notable en las de origen marxista, que suelen dejar atrás las elaboraciones teóricas de sus padres fundadores para ceñirse a un doctrinarismo básico.
Solía decir Perón que no hay mejor expositor de una doctrina que su creador. Pero él prefirió no arriesgar sus exposiciones en productos de circunstancia o de intención política inmediata; lo hizo en trabajos de reflexión, preferentemente en el contexto de la academia. Impulsó, de hecho, un claustro donde dictarla: la Escuela Superior Peronista. En ella se estudiarán exclusivamente los textos doctrinarios de Perón, generados en el apogeo de su popularidad, conjugados con los logros del peronismo.
Vientos de época
Este trabajo se orienta a lo que hizo y fue el peronismo en función del ideario de su fundador y, pese al atractivo del tema, no a otros estereotipos que se le han querido endilgar, por caso, el de fascista. Hubo, es cierto, un sector nacionalista que deseaba que el peronismo deviniera fascismo. Pero fundamentalmente ese fantasma correspondía al agitar de la oposición, que monopolizaba para sí la portación de los ideales democráticos. Con el tiempo, también se atribuyó a Perón “en este caso con alguna colaboración de su parte”, la intención de transformar la sociedad argentina al socialismo.
El historiador y politólogo Robert Paxton, entre otros, señaló el carácter básicamente emotivo e irracional del fascismo, que apelaba en primer término a personalidades signadas por esas características. Nada más alejado a esa descripción que Perón, quien, aunque eventualmente, como él decía, se le despertara “el indio”, quería y lograba ser un hombre sistemáticamente racional. De hecho, pese a no tener demasiada simpatía por la figura del pensador francés, a la hora de elegir un seudónimo con el cual firmar artículos de prensa elegiría el nombre de Descartes.
En cuanto a Perón y el modelo fascista que vio de cerca, estando en Italia, y como producto del Ejército catolizado en los años 1930, hombre de lecturas amplias y con más de 40 años de vida, él no podía comprar en paquete el ideario de Mussolini, rara mezcla de idealismo hegeliano con vitalismo de D’Annunzio e iluminaciones de Nietzsche, que derivaba en un súper relativismo inseparable de la perorata del Duce. Hay variados testimonios de que Perón no tomaba demasiado en serio al trágico personaje italiano.
No obstante lo anterior, cierto es que el líder argentino comparte con Mussolini elementos de personalidad positivistas y pragmáticos, pero ese es patrimonio de decenas de otras personalidades formadas en las primeras décadas del siglo XX. Lo que impresionó a Perón de la experiencia italiana fue el orden y la organización social, fruto de un arte conductivo que, sin embargo, se basaba en elementos inversos a los suyos. Si Mussolini se apoyó en sectores medios urbanos y rurales y solo arrastró a parte del proletariado, Perón se basó fundamentalmente en este último y, en cambio, siempre tuvo dificultad para lograr adhesiones de la clase media. En cuanto a los rituales de los actos masivos y su simbología, en el estilo peronista comparten alguna estética, pero nada del oscuro dramatismo italiano o alemán. El sentido heroico de la existencia, mito puro y duro del fascismo, es una frase muy poco pronunciada en el discurso peronista, que en su lugar se concentra en la “felicidad”, como valor. En cuanto a la concepción tecnocrática del progreso productivo y de modernización de la sociedad, muchos dirigentes y líderes políticos de entonces, se ha dicho, la compartían. A su vez, Roosevelt y Churchill coinciden con el Duce en la necesidad, al interior de sus respectivas naciones, de construir un ordenamiento social más justo, dirigido en primer lugar a desarmar la amenaza comunista. Pero si Mussolini obtiene adhesiones, Perón logra flacos éxitos en convencer a sus interlocutores empresarios acerca de la necesidad de esa política de prevención del comunismo. Si Mussolini juega a ser un Bismarck despojado de virtudes teutónicas y adaptado a la emotividad latina, Perón quiere ser Perón.
Respecto del socialismo, hubo una tentación inicial de calificar así al peronismo en tiempos en que pululaban por América Latina partidos que llevaban esa denominación sin ser estrictamente socialistas. El sello en cuestión ya no implicaba la adscripción al marxismo de principios del siglo XX, que comenzaba a ser reclamado en exclusividad por los comunistas. En lo que a etiquetas refiere, el hecho de que se presentara a las elecciones de 1946 con el Partido Laborista, “apelación a su homólogo británico, prototipo de fuerza política socialdemócrata”, duró un soplo: Perón lo disolvió en cuanto pudo. Más allá de las denominaciones, desde el principio del peronismo hubo sectores de izquierda que pugnaban para que el movimiento adoptara posiciones definidamente socialistas; no fueron los dirigentes sindicales de ese origen, como Ángel Borlenghi, quienes empujaban en ese sentido, sino grupos pequeños escindidos del comunismo y el trotskismo, nucleados, entre otros, alrededor de Juan José Real, Rodolfo Puiggrós, Aurelio Narvaja o Jorge Abelardo Ramos. Un antecedente más lejano era el de Manuel Ugarte, antiguo militante heterodoxo del Partido Socialista quien ostentaba el récord de haber sido expulsado dos veces de él.
Desde el comienzo del siglo, Ugarte impulsaba la fórmula, de la que debe considerársele autor del “socialismo nacional”. Perón comenzaría a utilizarla recién en su exilio, con mayor insistencia en los últimos años de la década de 1960, que es el momento en que jóvenes pensadores de la izquierda nacional alcanzan con sus escritos una gran popularidad, vigorizada por la definición socialista de la Revolución cubana.
¿Creía Perón en ese socialismo que proclamaba? La respuesta debiera ser positiva, en la medida en que lo hacía en el sentido determinista de su expresión, “el mundo marcha hacia el socialismo”. Pero, desde su concepción, esa marcha se concretaría con contenidos propios de cada país o región, y nunca la asoció con las ideas marxistas, por las que no sentía ninguna atracción.
En principio, el socialismo que considera Perón es el de hacer eje en la transformación social, fomentando una redención de los sectores subordinados y ejerciendo la autonomía nacional. Si su socialismo era de formulación confusa, también es cierto que los peronistas-marxistas debieron hacer piruetas dialécticas para interpretarlo en un sentido afín; John William Cooke diría, por ejemplo, que el pensamiento de Perón era “pre-marxista”.
Al regresar al país en 1973, Perón advirtió que la confusión sobre el socialismo socavaba su conducción, necesariamente basada en la unidad doctrinaria. Sus definiciones en favor de la antigua ortodoxia, “somos lo que dicen las Veinte Verdades Justicialistas”, decepcionaron a quienes habían ido más allá, sintiéndose amparados en las palabras del viejo líder exiliado. También ellos debieron retroceder, tras el cruce del Rubicón, para no quedar, según la expresión del propio patriarca, “con los pies fuera del plato”. Hernández Arregui se resignó a rebautizar su revista Peronismo y Socialismo como Peronismo y Liberación, y similares maniobras adoptaron otros sectores de la tendencia de izquierda peronista. Pero aquellos movimientos no convencían a los ortodoxos, incrédulos de que la izquierda estuviese realmente dispuesta a alinearse con la doctrina estrictamente local que señalaba el líder de los trabajadores a su regreso. Esa confrontación crecería, como se sabe, hasta el enfrentamiento exacerbado.
¿El nuevo contrato social?
Se ha señalado la posible influencia del New Deal de Franklin D. Roosevelt entre las fuentes del ideario peronista. Digamos, en principio, que el Departamento de Estado del país norteamericano boicoteó al gobierno argentino de 1943 y luego al peronismo por años, además de que personalmente Roosevelt se expresó despectivamente sobre Perón, a quien acusaba de nazi. Ese desamor no era correspondido; Perón se defendía de sus detractores proestadounidenses argumentando que hacía precisamente lo que había hecho Roosevelt. Es importante recordar que, a diferencia de los demás países latinoamericanos y debido a que la economía argentina no era complementaria de la norteamericana sino competitiva, Londres fue nuestra metrópoli semicolonial hasta, precisamente, el advenimiento del peronismo. El antiimperialismo yanqui que agitaban las izquierdas locales resultaba algo abstracto, y grupos influyentes como el de los seguidores de Alejandro Bunge propugnaban imitar el curso de desarrollo económico de los Estados Unidos, que con toda razón veían como históricamente basado en el proteccionismo. Salvadas las enormes diferencias, puede decirse que hay mucho de Roosevelt en Perón; el presidente estadounidense practicaba un estilo populista, con convocatorias a actos y concentraciones masivas de las que participaban, mayoritariamente, trabajadores manuales, que eran su principal sostén electoral, obreros que habían recuperado esa condición luego del calvario de la desocupación masiva provocada por la crisis de 1930. Roosevelt logró la recuperación del empleo gracias al intenso intervencionismo estatal que implicaba el New Deal, con su enorme inversión en obras públicas. Con todo, la verdadera salida estructural norteamericana y el pleno empleo recién se lograron con el ingreso del país en la Segunda Guerra y su fenomenal movilización de recursos.
En el caso de los Estados Unidos, la opinión pública fue magistralmente preparada para entrar en la guerra según da cuenta, entre otras acciones propagandísticas, el episodio de Pearl Harbor acerca del cual, se supo años después, el gobierno norteamericano estaba al tanto y no hizo nada para preservarse del bombardeo. Perón también intentó incidir en la opinión pública local al tomar la tardía decisión de declarar la guerra al Eje: salvo las protestas de grupos nacionalistas, no pagó ningún costo político, pero tampoco obtuvo grandes beneficios. El pragmatismo de Perón era, en efecto, un rasgo innato de su personalidad, pero también fruto de su atención a los procederes de otros líderes: Roosevelt es un buen ejemplo en tal sentido.
☛ Título: 1983, la primera derrota del peronismo
☛ Autor: Juan Manuel Romero
☛ Editorial: Futurock
Datos del autor
Juan Manuel Romero nació en Buenos Aires en 1984. Es profesor de Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y realizó estudios de posgrado en la Universidad de San Andrés y en la UBA.
Es miembro del Grupo de Historia Cultural de la Política del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani y se desempeña como jefe de Trabajos Prácticos en la cátedra de Teoría e Historia de la Historiografía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
Dirige el proyecto de investigación “Liberalismo, nacionalismo y populismo en la Argentina” y publicó La historia intelectual frente al desafío del giro global. Participa del equipo de realización del podcast Historiar.
